Las huellas de Pablo VI en Colombia

Mientras el país se preparaba para recibir la primera visita papal de su historia, el presidente Carlos Lleras Restrepo se creyó obligado a tranquilizar a los colombianos: “En Colombia se goza de libertad, no hay violencia, es un hecho del pasado. Es una leyenda la división entre camilistas y no camilistas. Son mínimos los conflictos ocurridos en Colombia. Podemos decir hoy que hay paz social en Colombia; recibimos con alegría la voz de la Iglesia que predica el cambio social, porque predica lo mismo que nosotros”.

Pero cuando Pablo VI llegó a Bogotá el 22 de agosto de 1968, hacía tres años había clausurado el Concilio Vaticano II, hacía un año que había sorprendido al mundo con la publicación de Populorum Progressio y hacía dos años había muerto el sacerdote Camilo Torres con un viejo fusil en la mano.

Los tres hechos parecían gravitar sobre él y sobre la muchedumbre de campesinos reunidos en un gran campo abierto en la población de Mosquera.

Los peregrinos habían llegado de los alrededores y algunos habían viajado desde regiones distantes en buses durante largas horas, con la ilusión de ver al Papa y de oírlo.

Y allí estaban, el sombrero o la gorra entre sus manos, todos ojos y oídos para oírle decir al Papa: “Nos preguntamos, ¿qué podemos hacer por vosotros, después de haber hablado en vuestro favor?” Delante del Papa, a muy pocos pasos de la plataforma desde donde hablaba, la muchedumbre era compacta y compuesta por hombres y mujeres del campo, algunos habían venido con sus niños; todos con los ojos brillantes de ilusión.

“No tenemos, lo sabéis bien, la competencia directa en estas cuestiones temporales, y ni siquiera medios ni autoridad para intervenir en este campo”.

Contrastaba con la serenidad de los campesinos y la cadencia nasal del discurso, reflexivo y lleno de afecto, la tensión insoportable de los jefes de la policía, alertados con toda clase de lúgubres prevenciones y de oscuros pronósticos. De todas las actividades del Papa durante su visita, esta era la que entrañaba los mayores riesgos.

Predispuestas para sorprender la aparición de las orejas y las garras de la subversión en el momento en que sucediera, las autoridades de policía estaban en máxima alerta mientras transcurrían el discurso papal y el ceremonial de la misa. Ayer como hoy, cuando un congresista gana 30 millones mensuales, los desequilibrios son de escándalo. En las ciudades de ese año 1968, un profesional tenía ingresos promedios de 19.982 pesos, un ejecutivo ganaba 11.309 pesos, un chofer alcanzaba los 7.139, mientras que el campesino, uno cualquiera de estos que ahora escuchaban al Papa, solo recibía 2.872 pesos.

No olvidéis que ciertas grandes crisis de la historia habrían podido tener otras orientaciones si las reformas necesarias hubieran prevenido las revoluciones explosivas de la desesperación

El campesinado, víctima de tamaña injusticia, era un terreno abonado para la siembra violenta de cualquier revolución.

Los altavoces difundían, mientras tanto, aquella voz nasal: “Seguiremos denunciando las injustas desigualdades económicas entre ricos y pobres; seguiremos defendiendo vuestra causa, proclamando vuestra dignidad humana y cristiana. Vuestra persona es sagrada y debe ser reconocida efectivamente, sea en el campo económico o en el campo de los derechos civiles, y la participación gradual en los beneficios y en las responsabilidades del orden social”.

El aplauso, uno de siete, estalló y el comandante de la policía se irguió como si una bomba terrorista hubiera explotado entre la muchedumbre. ¿Había llegado el momento temido? Los aplausos se fueron apagando lentamente, y la voz del pontífice volvió a dominar el vasto escenario.

Todavía hubo un momento de ansiedad y de disgusto para el presidente y su ministro de Defensa que seguían la ceremonia por televisión:

“Exhortamos a los gobiernos y a las clases dirigentes a seguir afrontando las reformas necesarias que garanticen un orden social más justo y más eficiente, con ventajas progresivas para las clases menos favorecidas, y con una más equitativa aportación de impuestos por parte de los más pudientes”.

Entre los que advirtieron el contraste entre la versión optimista del presidente y el tono del discurso papal, había corresponsales extranjeros que para contextualizar sus notas se habían documentado cuidadosamente. Uno de ellos fue el corresponsal de Le Monde, Henri Fesquet, quien esa noche escribió en el teletipo: las estadísticas socioeconómicas son abrumadoras: de cada cien enfermos solo 45 pueden tener asistencia de un médico. La mayoría de la población sufre de hambre. Cien niños mueren diariamente por subalimentación. Un dos por ciento de los propietarios poseen el 70 por ciento de las tierras, mientras que un 74 por ciento solo posee el 4 por ciento de la superficie cultivable”.

Que vuestro oído y vuestro corazón sean sensibles a las voces de los que piden pan, interés, justicia, participación más activa en la dirección de la sociedad

En el Gobierno, más de uno arrugó el entrecejo por la fuerza del pensamiento, inevitable aunque políticamente incorrecto, “¿por qué la Iglesia no se limita a su actividad espiritual y nos dejan los asuntos de la política a nosotros?” Fue una reflexión silenciada porque en días de colectivo fervor religioso no era oportuno hablar como un liberal y laicista comprometido.

Los campesinos se dispersaron pacíficamente dando vivas al Papa, mientras las fuerzas del orden regresaban con alivio a sus cuarteles. Al día siguiente, las autoridades estuvieron tranquilas: en el templete se reunió la plana mayor de los empresarios e industriales y de los dirigentes económicos para escuchar la voz del Papa. Teniendo delante a los representantes de los empresarios, de los industriales y de los grupos económicos, la voz del papa Pablo VI resonó en el templete y en los altavoces distribuidos por todo el campo eucarístico, como un reto a las conciencias: “La clave para resolver el problema de América Latina es un esfuerzo ordenado a la elección de la manera de ser hombre: alfabetización, educación de base, educación permanente, formación profesional, formación de la conciencia cívica y política”.

Eran los temas que se habían leído desde un año antes en los periódicos que resumieron la Populorum Progressio y que un equipo de sacerdotes y laicos había difundido por todo el país en jornadas de estudio de la encíclica.

El tono papal inquietó a la selecta audiencia cuando, apremiante, cuestionó: “A vosotros, hombres de las clases dirigentes, qué os podemos decir”.

Lo que siguió, dicho en el más paternal de los tonos, fue una propuesta de acción que tenía el objetivo de cambiar el curso de una historia que ya había comenzado a correr como un río huracanado por su cauce: “A vosotros se os pide generosidad, la capacidad de sustraeros al inmovilismo de vuestra posición. Podemos recordaros el espíritu de la pobreza evangélica para disponer orgánicamente la economía y el poder en beneficio de la comunidad. Que vuestro oído y vuestro corazón sean sensibles a las voces de los que piden pan, interés, justicia, participación más activa en la dirección de la sociedad. Emprended con valentía las innovaciones necesarias para el mundo que os rodea”.

Pablo VI concluyó con un énfasis notorio: “No olvidéis que ciertas grandes crisis de la historia habrían podido tener otras orientaciones si las reformas necesarias hubieran prevenido las revoluciones explosivas de la desesperación”.

Desde la revista Visión, el expresidente Alberto Lleras reaccionó: “La alianza antigua y fiel del poder político, de la oligarquía, de los poderes feudales, de los terratenientes, de los comerciantes, de los ricos, de los partidos conservadores de repente salta a la arena pública con un programa demagógico ante el cual palidecen, con excepción de los prosélitos de Castro, todos los partidos radicales, socialistas y democráticos”.

Era evidente, Pablo VI había venido a Colombia a cambiar la historia de la Iglesia y del continente latinoamericano.

Hoy, pasados 49 años de aquella visita, y ante los sufrimientos de la guerra que se está apagando, es inevitable pensar que la historia de Colombia sería otra si la voz de Pablo VI hubiera sido escuchada.

Cortesía  EL TIEMPO*
Director de la revista Vida Nueva Colombia

Javier Darío Restrepo

DEJA UNA RESPUESTA

Please enter your comment!
Please enter your name here