No solo tendrá que responder ante una sociedad dividida desde finales de 2016 cuando su antecesor en el cargo, Juan Manuel Santos, firmó la paz con la ya exguerrilla de las FARC, tendrá también que afrontar, entre otros, los retos de la desigualdad, la corrupción y la inseguridad durante sus cuatro años de gobierno.
El país que recibe Duque atraviesa una transición histórica tras el desarme y desmovilización de más de 10.000 combatientes. El nuevo presidente y su partido, el Centro Democrático que lidera el exmandatario Álvaro Uribe (su mentor político), se opusieron a la negociación desde sus inicios. Los miembros más radicales de la formación han llegado a afirmar que si alcanzaban el poder harían “trizas los acuerdos”. El presidente electo, en un tono más conciliador, apuesta por lo que llama “reformas”. Por el momento, aunque su bancada domina el Congreso, tendrá que buscar apoyos puntuales en la cámara si quiere cambiar el rumbo de la implementación de lo pactado.
El otro frente en el que debe decidir si se distancia de su partido o sigue fielmente el mandato de Uribe son los diálogos con la segunda guerrilla de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Santos despide su Gobierno con una mesa de trabajo paralizada que no fue capaz de alcanzar un cese al fuego bilateral. “Tienen que suspender todas las acciones criminales y concentrarse bajo supervisión internacional”, ha exigido Duque como condición para continuar con la negociación.
El final de la guerra con las FARC ha reducido en un 90% los muertos en Colombia, al mismo tiempo que ha mutado en otro conflicto. Más de un centenar de líderes sociales han sido asesinados en los dos últimos años por los grupos armados que aun permanecen en las regiones del país y que se disputan los vacíos de poder que dejó la insurgencia.
Las poblaciones de la costa del Pacífico y de las fronteras con Ecuador y Venezuela esperan una respuesta del nuevo Gobierno ante la desesperada situación que viven. En estas zonas persisten la violencia, el desplazamiento, el reclutamiento y el secuestro que ejercen las disidencias las FARC, el clan del Golfo (el último gran cártel de la droga), el paramilitarismo y el ELN.
Iván Duque pretende traer a Colombia las formas de nuevos líderes políticos como Justin Trudeau de Canadá y Emmanuel Macron en Francia. Un estilo de político joven, que apuesta por el centro ideológico. Su gran apuesta es lo que denomina “el efecto naranja”, es decir, que parte del crecimiento económico se sustente en las industrias creativas. Ya ha anunciado que “adelgazará el Estado” para que “haga más con menos”. No renuncia a las explotaciones mineras ni a la dependencia del petróleo. El nuevo presidente quiere, además, un país de propietarios, para ello ha asegurado que incentivará la compra de casas.
Con estas medidas económicas confía en expandir la clase media. Es su manera de encarar una de las asignaturas pendientes de Colombia, la desigualdad. “La legalidad y emprendimiento se traducen en equidad”, ha dicho. “Un país donde en materia de educación y salud se cierren las brechas”, suele añadir sin precisar, por el momento, cómo va a hacerlo.
“El que la hace la paga” es el lema con el que defiende que su Gobierno combatirá la corrupción estructural en Colombia. Este mal no solo se alimenta de los grandes escándalos como Odebrecht, sino que afecta a todas las instituciones del Estado incluidos jueces y congresistas. “Vamos a implantar la extinción de dominio express para quitarle a los corruptos sus posesiones”, ha afirmado. “Y vamos a acabar con la medida de casa por cárcel”.
Una de las promesas más polémicas de su campaña, promovida por el expresidente Uribe, fue la eliminación de la dosis de droga de consumo personal. Duque ha tenido que aclarar en varias ocasiones su propuesta. “Tenemos una agenda contra la drogadicción: que al adicto no se le condene, sino se le ayude con la rehabilitación; al consumidor/comprador se le decomise cualquier dosis; y al que vende, a la cárcel”.
Colombia sigue siendo el principal productor de cocaína del mundo. A la espera del informe definitivo de la ONU, en 2017 había más de 200.000 hectáreas de cultivos de coca en el país, un 11% más que el año anterior. El nuevo Gobierno se opone a la erradicación voluntaria pactado entre Santos y comunidades de campesinos colombianos. Apuesta por la erradicación forzada y recuperar las aspersiones aéreas que fueron prohibidas por las graves consecuencias que tienen sobre la salud, pero con drones.
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