#PueblosInsólitos: En este lugar no hay robos, ni violencia, y la gente lo comparte todo.
Aquí cada quien tiene una canoa al frente de su casa, amarrada, como si fuera un caballo, para evitar que la arrastren las aguas de la ciénaga de Pajaral, sobre las que flota el pueblo entero.
“Los pies de nosotros son las canoas”, dice el profesor Sergio Cervantes, mientras un grupo de estudiantes, en la única escuela que hay sobre una ciénaga en Colombia, espera por la barcaza que hace las veces de bus escolar y que los llevará, uno a uno, de regreso a casa.
Pero, aclara, aunque el transporte es una necesidad mayor para la comunidad, aquí nadie cobra por llevar a un vecino de un lugar a otro en el pueblo. El espíritu solidario de los venecianos se revela en medio de la adversidad.
No existe algo parecido a la figura de un bus, o de un taxi. Cuando alguien se ha quedado sin su embarcación -porque la arrastraron las aguas, porque alguien en su familia la tomó para ir a pescar- le pide a cualquier conocido “un pasaje”, es decir, que lo acerque a una casa o a una tienda en aguas cercanas. Y con eso basta. Aunque todas las canoas tienen dueño cada quien sabe que puede usar la del vecino. Cuando alguna va a la deriva, el que la encuentre la toma para sus labores diarias, y cuando acaba, ahí sí, se la lleva al propietario. Cada canoa, más bien, le pertenece a una gran familia.
Son poco más de tres mil personas las que viven sobre el agua en Nueva Venecia. La mayoría tiene una embarcación a la que ha bautizado y que lo acompaña siempre. Por estas aguas flotan a diario La Añoranza, La Familia, Macondo, La Niña Josefa, No Sufras Tanto, Manuelita Sáenz, La Flecha, Semana Santa y A Fuego Lento.
No solo se comparten las canoas. En aguas cercanas a la escuela, el panadero Vicente Eulogio Mendoza tiene por costumbre intercambiar sus panes por los pescados que le saquen a la ciénaga sus amigos Roberto Pacheco Mendoza y Julio Camacho.
Los caminos de agua no tienen nombres, como las vías de las grandes ciudades, pero sí hay normas que cumplir en ellos. Idanis Castillo Mejía, la inspectora de Policía, dice que los borrachos tienen prohibido navegar. Que los niños, de ninguna manera, pueden estar al mando de una embarcación con motor, y los mayores, si tienen motor, no pueden ir a una velocidad mayor cuando están cerca de las casas.
Las normas están ahí para evitar lo peor, pero los accidentes, ese mal de las ciudades en tierra firme, no son recurrentes para los venecianos. Hace siete años ocurrió el último, cuando un comerciante falleció luego de que su canoa fuera arrollada por otra embarcación con motor que conducía un borracho en una noche oscura y de fiestas.
La inspectora Castillo, de 50 años, tiene la piel quemada por el sol. Está sentada en la terraza de su casa, en el centro de Nueva Venecia, y se queda mirando a lo lejos cuando intenta recordar cuáles son los problemas de convivencia mayores que hay en la comunidad. “Bueno, entre mis funciones está recibir las pocas denuncias que la gente hace por bobadas”, dice. “Son los chismes”, explica, como que una mujer le diga que la están señalando de ser la amante de un hombre casado. “Y entonces a mí me toca ir a mediar, a pedir que se dejen de levantar cuentos para que esas pequeñas cosas no se vuelvan más grandes”.
Aquí la vida transcurre en paz. Aunque en Nueva Venecia ocurrió una de las peores masacres realizadas por los paramilitares en el Caribe –70 hombres asesinaron a 39 pescadores en noviembre del 2000–, hoy la gente muere de vieja, y no hay robos ni crímenes y algunos vecinos hasta duermen con las puertas de sus casas abiertas.
Sobre el agua también hay una estación de Policía donde los agentes, todos forasteros, no saben cómo patrullar por el agua. En el pueblo, por lo general, nadie rema sino que impulsa su canoa con un palo, enterrándolo en el fondo de la ciénaga. A esto le llaman bogar. “Los que pueden bogar lo hacen, pero no todos saben. Es un reto del que llega aprender y no terminar dando vueltas en la canoa”, cuenta un Policía, que también, aliviado, explica que hay pocos problemas que atender: “la gente es tan buena que cuando hay una pelea por lo general se acaba antes de que lleguemos”.
A veces, quien busca irse a los puños invita a su contrincante a su canoa y el que primero caiga al agua en medio de los golpes es el derrotado. Terminar en la ciénaga es la peor vergüenza, y ahí acaba todo. Las riñas, de cualquier manera, siempre son pocas, y cuando ocurren, por lo general, los protagonistas son borrachitos que perdieron los estribos en las fiestas del pueblo, que son tres: cuando se celebran los carnavales de Barranquilla, el día de la virgen del Carmen, el 16 de julio, y las fiestas de San Martín, el 11 de noviembre.
Aunque estas son las mayores celebraciones, Nueva Venecia no es ajena al espíritu fiestero de las comunidades del Caribe en su cotidianidad. Hay seis billares y tiendas donde se mantienen encendidos a cualquier hora varios ‘picó’ para amenizar las tardes y las noches. Que el pueblo flote sobre la ciénaga no limita la parranda, pues en los alrededores de la iglesia hay un relleno de tierra que se convirtió en el espacio para organizar los bailes, que se extienden hasta bien entrada la madrugada.
Es tan grande el espíritu festivo y mamador de gallo de los venecianos, que hay quienes recuerdan que en unos carnavales a finales de los 90 aparecieron por esas aguas, por primera vez, guerrilleros del Eln. Pero la gente, animada y en parranda, creyó que aquellos hombres lo que traían encima eran disfraces de carnaval. La sorpresa fue mayor cuando los guerrilleros ordenaron apagar los picós y reunieron a la comunidad para pedirle que hiciera un plantón frente a la Alcaldía de Sitionuevo. “Pero en esa época había tanto pescado que no hubo quien fuera a esa pendejada”, recuerda un poblador.
Imperio de pescadores
A las 3 de la tarde Álvaro Garizabal, quien estudió hasta quinto de primaria y se convirtió en pescador acompañando a su papá, se dedica a reparar una atarraya en la puerta de su casa, ante la mirada de su hijo de 16 años, Álvaro Junior.
Álvaro tiene 43 años y cuenta que los pescadores que realizan sus faenas en El Pajaral salen a buscar aguas despejadas poco antes de que el sol aparezca, y los que se aventuran hasta la vecina ciénaga grande de Santa Marta dejan el pueblo, arropados por las estrellas, desde las 2 o 3 de la madrugada.
La economía de Nueva Venecia depende de la pesca de sábalos, chivos y lisas, que luego les compran comerciantes de Sitionuevo y de Barranquilla. También hay algunas tiendas, pequeños comercios de helados y fritos, un hotel y un astillero de canoas.
Los viejos tienen la certeza de que los días de abundancia para los pescadores se acabaron por los daños que sufre la ciénaga. La conocen, saben que si el agua toma un color verdoso y está muy salada es porque los caños que traen consigo agua dulce desde el río Magdalena, principalmente uno llamado el Aguas Negras, han perdido fuerza y caudal. Esto ocurre cuando hay mucha maleza en las corrientes, o porque los finqueros que tienen sus tierras en las orillas del Aguas Negras lo desvían hacia sus cultivos.
Si las aguas de la ciénaga “están malas”, dicen en Nueva Venecia, los peces pierden tamaño, cada vez hay que ir más lejos a buscarlos y a veces la comunidad amanece y los ve muertos sobre el agua. En agosto del año pasado ocurrió la última mortandad. Y esta es una de las grandes preocupaciones del pueblo: que la ciénaga que los arrulla noche tras noche desde la niñez se mantenga viva con ellos. Porque son gente de agua.
Mejor sin tierra firme
En Nueva Venecia no hay caminitos en tablas entre una casa y otra, como ocurre en otros pueblos palafíticos del país, pero sí un gran puente en madera que une a la escuela primaria con la sede del bachillerato, la iglesia, un salón comunal y “la cancha de Falcao”.
Hasta hace unos años había un relleno de tierra que hacía las veces de cancha de fútbol para los niños y los jóvenes venecianos, en la que se podía jugar entre diciembre y junio y luego, con tradicionales subidas de las aguas, se hundía nuevamente de julio a noviembre. Cuando ocurría esto los muchachos enterraban palos en el agua para armar las porterías y nadaban y jugaban sus partidos lanzando la pelota con las manos.
El carpintero Edulfo Pacheco Donado asegura que es tanto el amor por el fútbol en este pueblo sobre las aguas, que también navegaban hacia los pantanos y terrenos llenos de monte en los alrededores de la ciénaga para jugar sus partidos. Por fortuna, dice Pacheco, en el 2015 y por idea y en parte con recursos del futbolista samario Falcao García, quien había visitado el pueblo dos años antes, se levantó una cancha de fútbol en concreto y con bases sólidas a la que no tapa ninguna subida y donde este carpintero entrena todas las tardes a los niños venecianos.
El entrenamiento empieza desde las 4:00 p.m. hasta que el sol se oculta en la ciénaga. Luego, los jóvenes mayores se toman la cancha y juegan, a veces, hasta la medianoche.
Sacando la cancha de Falcao de la historia, no han cambiado mucho las cosas desde que asentaron los primeros pobladores de estas aguas. El profesor Sergio cuenta que sus ancestros, sagaces pescadores de pueblos de tierra firme que veían en esta ciénaga un paraíso para su oficio, primero construyeron campamentos en las orillas de la ciénaga y luego en la ciénaga misma. Acabaron por convertirlos en casas levantadas con los manglares que rodean al Pajaral, y trajeron a sus familias. Desde entonces, dice el profesor, han pasado casi doscientos años.
Hoy, la única norma para levantar una vivienda en este pueblo -usando los mangles que rodean la ciénaga y tablones que se compran en Barranquilla- es que se guarde suficiente espacio con el resto de casas como para que pasen las canoas. Nadie tiene escrituras sobre nada y hay suficiente espacio para que cada quien construya una vida sobre las aguas. Este jueves solo hay un aviso de alguien que se va del pueblo: “Vendo esta casa por 2 millones”, dice el cartel.
Hay quienes, en la parte trasera de su vivienda, realizan rellenos de tierra sobre los que mantienen gallinas, cerdos y a las mascotas de las familias: perros que no conocen la tierra firme y que saltan al agua a perseguir las canoas cada vez que las ven pasar. Cada quien cocina con estufas de leña, y quienes pueden con pimpinas de gas. Desde hace varios años cuentan con servicio de energía, pero nunca han tenido acueducto ni alcantarillado. Las aguas negras de cada casa van a parar a la ciénaga, y la señal de la telefonía celular es más fuerte en unos puntos que en otros, pero funciona.
El tendero Armando Cervantes, vecino de la inspectora Idanis Castillo, tiene varios aljibes en casa, como casi todas las familias, en los que acumula agua cada vez que llueve para las necesidades elementales de su hogar.
Algunos hombres, a diario y cuando la lluvia escasea, parten en sus canoas hasta el caño Aguas Negras a llenar sus embarcaciones de agua dulce y luego venden las pimpinas de cinco galones a 300 pesos. Así lo hace Gabriel Moreno, quien incluso ha llamado a su empresa de recolección y distribución ‘Agua Manantial’.
En Nueva Venecia también hay un centro médico en el que se mantiene una auxiliar de enfermería y va un médico desde Sitionuevo dos días a la semana para atender dolencias menores. Cuando un vecino padece un mal de consideración, quienes tienen embarcaciones con motor lo llevan hasta Sitionuevo. “Y se pasa casa por casa pidiendo una colaboración para ponerle gasolina a la lancha que va a sacar al enfermo. A mí me ha tocado y eso no es ninguna vergüenza ni ninguna pena porque estamos entre familia”, dice el panadero Vicente Mendoza.
Y no le falta razón. En el pueblo los apellidos son pocos y cada quien tiene un primo o un hermano o un tío en aguas cercanas. Abundan los Cervantes, los Mendoza, los Camargo, los Mejía y los Suárez. Son tan cercanos todos que a veces, cuando alguien muere y el funeral parte hacia el cementerio de Sitionuevo, salen tantas canoas en fila y con tanta gente a navegar por la ciénaga y el caño Aguas Negras, que entonces Nueva Venecia parece un pueblo fantasma.
Hay urgencias que no dan para esperar una lancha, como cuando los dolores de parto toman por sorpresa a las madres primerizas que, por lo general, son atendidas por la partera Cecilia Camargo, quien asegura haber recibido, en un 4 de noviembre hace 19 años, dones divinos para traer a niños al mundo. “Yo le dije al señor que me diera ese don y el señor me lo concedió. Mi hermana Francisca estaba hinchadísima y yo fui y como pude le ayudé y le recibí la niña”, relata Cecilia, quien también se ufana de que en sus casi veinte años como partera ninguna mujer haya tenido que ir a un hospital luego de dar a luz junto a ella.
No pareciera ser la enfermedad la mayor preocupación de los venecianos.
No muy lejos de la casa de Cecilia, Dario Rafael Ayala Villa, un pescador de manos grandes y que tiene puesto un pantalón marrón, un viejo sombrero vueltiao y una camisa de rayas blancas y rojas, relata que viejos amigos que partieron a ciudades de tierra firme y luego volvieron a esperar la muerte en el pueblo “ahora usted los ve por ahí haciendo arepas y bollos”, como si por el solo hecho de estar ahí la vida se les volviera eterna.
Armando Cervantes, el tendero, ve televisión en la sala de su casa junto a su esposa. Recuerda que cuando ocurrió la masacre, “la vaina esa”, le dice, el dolor que sintió fue tan grande y tan hondo que pensó en irse para siempre y hasta se mudó a Barranquilla. Pero su mujer “se enfermó más allá que acá”. Sentía, también, que era una “agonía” madrugar siempre a comprar en el mercado para la nueva tienda que montó, y moverse en los incómodos y viejos buses de la capital del Atlántico.
Lo incómodo, para él, como para muchos venecianos, no es vivir sobre el agua sino las agonías de la tierra firme: “los robos, el ruido. Mire que lo más bonito de vivir aquí es que uno no tiene que estar pendiente de que un carro lo atropelle”.
Ya son las 7:00 p.m. y en cada casa del pueblo están encendidas las luces. Una brisa fría avisa que un aguacero está por llegar. Los pescadores preparan sus atarrayas para la madrugada siguiente, algunos jóvenes se citan con sus novias ‘en la cancha de Falcao’ y Cervantes se mece, junto a su mujer, frente al televisor.
Repite que lo que más le gusta de su pueblo es vivir tranquilo, “ese es el gran privilegio”, como quien sabe que aquí, en Nueva Venecia, no hay mucho que envidiarle a la tierra firme. Como quien sabe que vivir en paz es la civilización.